Por
Lino Morales Gómez
Corrían los últimos días del mes de diciembre del año 1943, cuando ya se me terminaba el permiso que había estado disfrutando en mi pueblo natal, un pueblecito manchego situado al socaire de los Montes de Toledo. Yo estaba cumpliendo el servicio militar en un regimiento ubicado en Vigo (Pontevedra).
En aquel tiempo, Madrid era
principio y fin de casi todos los ferrocarriles de España. Por esta causa, era
obligado hacer escala y transbordo en dicha capital. Yo procedía de los del sur
y tenía que coger los del norte.
Cada vez que venía de permiso, me
tomaba un par de días para husmear y fisgonear por Madrid. En estos días,
visitaba museos, monumentos, catedrales, parques, etc. Siempre, me alojaba en
una misma pensión; ya la conocía y me conocían. La patrona era muy amable y me
informaba de lo que era interesante de ver y visitar. Al mismo tiempo, me
advertía y daba consejos para evitar sorpresas desagradables.
Cuando llegué esta vez, la
patrona despachaba con una moza -que dicho sea de paso era bien parecida- y no
pude evitar oír lo que le decía:
-
Hija mía, lo siento, pero ya ves que esto es
una casa pequeña que no necesita más personal que los que estamos.
Después de asearme un poco y
tomar un bocado, me dispuse a salir a dar una vuelta. Cuando llegué abajo, me
sorprendí al ver que aún estaba la moza en el portal de la entrada.
El día había empeorado y estaba
empezando a nevar. La chica no llevaba prenda de abrigo, lo que me dio pie para
empezar la conversación diciendo:
-
¿Te da pereza salir? Eres muy valiente para
salir tan a cuerpo.
Ella me miró con lágrimas en los
ojos y me dijo:
-
Si usted supiera lo que me pasa y en la
situación que me encuentro, no hablaría tan a la ligera.
-
Mujer, si en algo puedo ayudarte, estoy
dispuesto a hacerlo, le contesté yo.
-
Creo que no podrá usted hacer nada. Estoy en
un callejón sin salida. Hace nueve días que vine de casa y no encuentro trabajo
y, lo peor, es que sólo me queda dinero para pagar la pensión estos siete días.
-
¿Qué clase de trabajo buscas?
-
De momento, en lo que sea: para dependienta,
para sirvienta, aunque fuese para fregar platos y, si también se pone, también
puedo hacer trabajos de oficina, pues tengo algunos estudios.
-
No creo que sea tan difícil encontrar algo,
supuesto que estás dispuesta a aceptar lo que salga. Bueno, mira, si quieres,
te acompaño a buscar. Creo que con algo tropezaremos.
-
Dios le oiga ¡ay, Virgencita mía, ampárame!
-
Tengo entendido que algunas señoras que
necesitan asistentas para cuidar ancianos, niños o para que les hagan la
limpieza a horas, dejan recado en panaderías, fruterías o sitios así. ¿Te
parece bien que empecemos preguntando por ahí?
-
Vale. El caso es poder salir de esta
angustiosa situación. Luego, ya iría yo buscando otra cosa con más calma.
Estuvimos
buscando y preguntando por calles y mercados, por tiendas y porterías. También,
preguntamos a algunos guardias, pero nada encontramos. La chica iba aterida de
frío y llevaba las manos como un trozo de hielo. Ya rebasado el mediodía, pasamos
a un bar y tomamos un bocadillo que no consentí que pagara ella. Como vi que ya
estaba un poco más calmada, aproveché para preguntarle:
- Pero a ver, ¿cómo es que decidiste largarte
de casa tan precipitadamente y en estas condiciones?
-
Pues verá usted.
- Bueno, déjate ya de eso de ‘usted’, tutéame
que por eso no va a pasar nada. Y a todo esto, ¿cómo te llamas? Yo me llamo
Lino.
-
Yo Soledad y nunca mejor dicho. Pues verás,
es una historia muy larga. Comenzaré desde un poco atrás. Éramos una familia bien
avenida. Mi padre tenía y tiene un trabajo fijo y bien pagado, pero tuvimos la
desgracia de que mi madre enfermó de tuberculosis, ya sabe, una enfermedad
incurable, y al cabo de dos años murió. En esa fecha, yo tenía 15 años.
Quedamos solos mi padre y yo. Él me decía: “Hija mía, la vida
sigue, ya nos apañaremos como Dios nos dé a entender. Quiero que sigas
estudiando para que luego te puedas colocar bien”. Pero claro, la casa estaba
desatendida y las comidas eran un desastre. Mi padre ya empezaba a decir:
“Aquí, necesitamos una mujer, esto no puede seguir así”. Al poco más de un año,
se buscó una mujer y se casó con ella.
Así, mal que bien, íbamos tirando.
Mi padre se interesaba mucho por mí, tanto que mi madrastra empezó
a sentirse relegada y quejinglosa, y comenzó a meter cizaña a mi padre: “Que si
la niña es muy desordenada, que si no tenía interés por los estudios, que si no
la ayudaba en nada”. Mi padre empezó a reñirme y a amenazarme. Yo procuraba
portarme bien con ella, pero como si nada.
En el instituto, empecé a tener relaciones con un chico y, por
desgracia, un día íbamos por la calle paseando y nos vio mi madrastra. Le faltó
tiempo para ir a chivarse a mi padre, pero lo peor es que le fue diciendo
mentiras: “Que íbamos cogidos de la mano, que él me echaba el brazo por el
hombro, que incluso llegó a besarme y que iba dando escándalo por la calle”. En
fin, al llegar a casa, mi padre estaba hecho una furia aunque yo lo negaba
todo. Y fue peor todavía. Llegó a pegarme qué sé yo cuántas bofetadas.
A partir de entonces, aquello era un infierno. El caso es que yo
quería al chico y, a pesar de aguantar tantas riñas e incluso palizas, no le
dejé. Así, llegó el día que él tuvo que irse a la mili y, naturalmente, me
escribía cartas muy a menudo. Las mandaba a casa de una amiga mía y luego ella
me las daba. Mi madrastra me registraba mis cosas y, cuando se enteraba que
recibía cartas del chico, se lo decía a mi padre y paliza al canto, pues él no
le quería por todo lo que le contaba mi madrastra: “Que era un golfo y un mal
educado, que no le gustaba su familia”. En fin, una tortura. Pero la gota que
colmó el vaso fue que, una vez que vino con permiso, cuando nos vimos, lo
primero que me dijo fue: “Ya estoy harto. Esto se acabó. Dile a tu padre que te
busque un novio a su medida. Así que: Adiós”. Me dejó plantada en medio de la
calle. Me encerré en mi habitación a hincharme de llorar. Mi madrastra al verme
llorar me preguntó qué me pasaba. Yo ni le contesté. Enseguida, salió a
averiguar algo y, naturalmente, se enteró. Cuando llegó mi padre del trabajo,
le faltó tiempo para contárselo. La reacción de mi padre fue que me propinó una
soberana paliza.
Durante la noche, pensé irme a casa de una tía, hermana de mi
padre. De mi madre, no tengo ningún tío. Pero claro, pensé que si estaba con mi
tía se enterarían en seguida y sería mucho peor. Ya por la mañana del día
siguiente, vi que mi madrastra me vigilaba, así que para que me dejara salir le
dije: “Voy un momento a casa de mi amiga Julita” -ésta vivía en la portería de
al lado- . Así que cogí el poquillo dinero que tenía ahorrado y salí con lo
puesto. Hacía un día soleado y ten en cuenta que soy de Málaga y allí son raros
los días que hace frío. Salí caminando sin pasar a casa de mi amiga y sin saber
a dónde iba. Hasta me parecía oír: “Tu vida ya no tiene sentido, maldita sea,
vete al puerto y tírate al agua”.
En aquel caminar sin rumbo fijo, perdí la noción del tiempo. Lo
que sí sé es que, en un momento dado, oí el pitido de un tren y, sin pensarlo,
me dije: “Al tren”. Con eso, me encaminé hacia la estación. Una vez allí, me
dirigí decididamente a la taquilla y pregunté qué tren era ése. Al decirme “El
correo de Madrid”, me quedé pensativa. El señor de los billetes me acució:
“Dese prisa que sale en pocos minutos”.
Y sin más palabras, aquí me tienes llorando, Virgencita mía.
-
Bueno, no llores más que con eso no vas a
conseguir nada. Mira, vamos a hacer una cosa. Ya las horas que son y con la
cara que haces, no vamos a ninguna parte. Así que te vas a tu pensión y procura
descansar todo lo que puedas. Y mañana, que también voy a estar aquí todo el
día, pues hasta las diez de la noche no tengo que coger el tren correo de La Coruña,
te acompañaré y buscaremos más, a ver si hay mejor suerte. Venga anímate y haz
mejor cara, mujer. Te acompaño hasta tu pensión para saber dónde está y
mañana a las nueve voy a buscarte, y
seguimos. Todo esto si te parece bien.
-
Sí, si tú quieres, por mi parte te estoy muy
agradecida. Dios te lo pague.
Así lo hicimos. Al día siguiente,
recorrimos de la Ceca a la Meca y nada. Lo único que hicieron en algunos sitios
fue tomarle el nombre y la dirección por
si preguntaba alguien.
A media tarde, yo le comenté:
-
Si fuera en Vigo, sí que encontrarías
trabajo. Allí, hay muchas fábricas conserveras de pescado y en cada una
trabajan multitud de mujeres. Yo las he visto a la salida del trabajo.
Ella me miró atentamente como si
quisiese inquirir algo más y, de golpe, me espetó:
- Si me fuese allí, ¿tú crees que me admitirían
en alguna de esas fábricas?
-
Yo creo que sí. Además, conozco a un chico
que trabaja en una de ellas y es pariente de uno de los encargados. Pero, vaya,
con esto no te garantizo nada. Y ten en cuenta que Vigo está muy lejos de aquí.
-
Cuando he podido venir de Málaga, también
puedo llegarme a Vigo.
-
Pero, ¿tienes dinero para el viaje y luego
para estar allí hasta encontrar trabajo? Yo no puedo darte, llevo lo justo para
pagarme el viaje. Mira, ya llevo más de dos años y medio en la mili y, en todo
ese tiempo, no he querido ser una carga para mi padre, pues es de condición
humilde. Lo que sí llevo es comida. Estos días mataron el cerdo en casa y he
cargado sin tino.
-
Me monto sin billete, luego ya veremos.
-
No sé, no sé. Bueno, lo que sea hay que
decidirlo pronto. Ya la hora que es hay que recoger las cosas.
-
Yo poca cosa tengo que recoger. Lo único
despedirme de la patrona.
Irreflexión de juventud lo
considero ahora, a aquella repentina determinación que tomamos. Como dos horas
llevábamos ya de marcha e íbamos tranquilos en aquellos asientos de madera,
arrebujados muy juntos con mi capote manta (prenda de abrigo que se usaba en el
ejército por aquel tiempo) cuando apareció por la puerta del vagón el revisor
pidiendo los billetes. Quedamos como paralizados. Yo fui el primero que
reaccionó y le dije: “Vete como que vas al lavabo y vas al vagón de delante o
al otro y, en la primera estación que pare, te apeas y te vienes por el andén
para atrás y vuelves a subir”.
Pero, nada más cruzarse al otro
coche, el revisor dejó de picar billetes y fue pasillo adelante. Pasó lo que me
temía. La pescó. Momentos después, el tren paraba en un apeadero. Aquellos
trenes correo paraban en todas las estaciones y apeaderos. Yo me asomé por la
ventana del vagón y la vi en el andén. El revisor la había hecho bajar. La llamé,
pero ella no se movía. Al momento, el tren empezó a moverse. Estaba tan cerca
que, cuando le alargué la mano, le pasé rozando, pero ella permaneció como una
estatua. Temí que se tirara al tren. La miré hasta perderla de vista.
La noche estaba estrellada, ni
llovía ni nevaba, pero todos los campos estaban cubiertos de nieve y la
temperatura ambiente era de varios grados bajo cero. Ya estábamos en la
provincia de Ávila. Aquella última visión de ella quedó clavada en mi alma
eternamente.
Cuarenta y tantos años han pasado y puedo asegurarles que, ni un solo día, he dejado de acordarme de aquella indefensa muchachita. Cada día me pregunto: ¿Qué sería de ella? ¿Se convertiría en una ‘perdida’? ¿La ampararía alguien? O, por el contrario, ¿La hundirían más? Aunque parezca pueril, me siento culpable por haberle dado esperanzas de conseguir un hipotético trabajo. Pienso que quizá podría haberla hecho desistir de aquel descabellado y desventurado viaje.